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Periodistas acreditados, en la sala de prensa vaticana, durante las jornadas del cónclave. P. M. G.
Una acreditación a cambio de un pincho en la Laurel

Un enviado especial al cónclave

Una acreditación a cambio de un pincho en la Laurel

La aventura de cubrir un cónclave es un pantano de arenas movedizas del que a veces se sale airoso por casualidad

Pío García

Logroño

Lunes, 12 de mayo 2025, 07:27

Igual tenía que haber pedido la acreditación unos días antes, pero no lo hice. Estas cosas a veces quedan en el limbo, como si se resolvieran solas, y uno solo se da cuenta de la necesidad imperiosa de tener un carné cuando cae en el lugar de los hechos y no le dejan entrar a la sala de prensa. Para ver la fumata no hacía falta acreditación –es más, casi convenía no mostrarla–, pero para meterse en un sitio con enchufes y wifi, sí. Mi hotel, además, no estaba lejos de San Pedro, pero para llegar había que subir una colina en el Trastevere con el ordenador a cuestas y eso suponía media hora más de trabajo y dos ibuprofenos.

La falta de acreditación me amargó el primer día. Mucho más que la huelga fantasma de trenes con la que me encontré en Fiumicino. Italia hay que sabérsela. Cuando uno tropieza con un obstáculo aparentemente insalvable, siempre se abre una solución lateral, una vía de escape, una sugerencia medio delictiva que conviene atender. El funcionario de los trenes me dijo que a saber cuándo iban a llegar los regionales. Me fui entonces a tomar mi primer café. Luego, al verme merodear por ahí, me insinuó, casi guiñándome un ojo, que montara en otro, más caro, que iba directo a Termini y que si eso ya le pagaría la diferencia al revisor. Lo hice. Unos alemanes recibieron el mismo consejo e incluso llegaron a poner un pie en el tren bueno, pero de pronto les explotó el cerebro y decidieron quedarse en el andén. Todavía estarán ahí. Al final, como es natural, ni vino el revisor ni nadie se interesó por mi billete.

El proceso de acreditación podía hacerse por internet. Lo hice desde el teléfono. Estuve pasándome pantallas hasta que llegué al cuarto paso y ahí se me bloqueó. Decidí ir en persona, dispuesto a humillarme hasta la indignidad o a poner el grito en el cielo, según lo que resultara más efectivo. Al verme con cara de perrillo abandonado en la carretera, vino un chaval de pelo rizado y me explicó lo que sucedía: tenía que pasar la pantalla con el dedito. Sentí entonces una solidaridad muy profunda con el diputado Casero. ¡Qué injustos hemos sido con él! Los manazas tenemos que ayudarnos, Casero, y juntarnos contra esta juventud que todo lo llena de botoncitos y digitalidades. El chaval de los rizos me dijo que esperara cinco minutos.

Para ver la fumata blanca no hacía falta acreditación, pero meterse en un sitio con enchufes y wifi, sí

Esperé treinta. Luego apareció otra chica italiana, joven, alta y enérgica, que se interesó por mi caso. Hizo sus averiguaciones y regresó al cabo de un rato. Al parecer, en la carta de petición, con membrete del periódico y firmada por la directora, tenía que haber puesto expresamente que me comprometía a respetar la ética periodística. En Tokio o en Alemania esto me hubiera supuesto el rechazo y la expulsión con cajas destempladas y sin posibilidad de apelación, pero en Italia la burocracia es a la vez asfixiante e imaginativa, así que la chica me propuso que lo añadiera en boli de cualquier manera y le echara una firmita. Lo hice, con los ojos casi arrasados en lágrimas, y cuando se llevó el papel me dijo a la carrera, metiéndose ya en la oficina: «A cambio ya me pagarás un pincho en la Laurel».

Quedé estupefacto. Estábamos –les recuerdo– en la Via della Conciliazione, a cincuenta metros de la plaza de San Pedro, en un edificio de piedra con un letrero que pone: «Sala Stampa della Santa Sede». Cualquiera que le haya intentado explicar dónde está La Rioja a un extranjero comprenderá mi estupor. Cuando regresó con mi carné, desveló el misterio. En la solicitud había visto que yo era de Logroño y ella –Elisabetta– se había pasado un curso entero en Soria de auxiliar de conversación en la Escuela Oficial de Idiomas. «Muchos fines de semana cogía el Alsa y me iba a Logroño a la Laurel», me explicó. Le dije que si alguna vez volvía le pagaba una ronda completa y con vino del bueno.

Un religioso descansa en plena calle, sobre los adoquines de la Plaza de San Pedro. P. M. G.

Luego vi que aquel carné tampoco era la panacea: la sala de prensa para los «acreditados temporales» era una leonera donde casi no había huecos libres y las radios campaban a sus anchas con sus miríadas de cables. Es uno de esos sitios en los que uno llega a la convicción de que el periodismo es el peor oficio del mundo, en la frontera con la delincuencia y la drogadicción. Quizá sea una impresión injusta, no digo que no, pero tenían ustedes que ver los váteres.

De las fumatas no les hablo porque ya lo vieron. Mucha gente en la plaza, muchas horas y mucho cansancio. Hasta pillé a un monseñor echándose tan ricamente un sueñecito. Del nuevo Papa tampoco les digo nada. Lo conocen más en Calahorra que aquí y por eso cuando anunciaron su nombre hubo un bajón generalizado. El Osservatore Romano, que es el periódico oficial del Vaticano, hizo una edición especial que se convirtió casi en objeto de contrabando. La quiosquera de la Via Pío X, al preguntarle dos días después si le había quedado un ejemplar, me miró con dudas, como sometiéndome a juicio, y luego me entregó uno con gran secreto, me pidió que no lo enseñara y me lo dio envuelto en otro periódico (Il Messagero) para que nadie se diera cuenta. Así se verifica la decadencia humana: a los 16 años escondes el Interviú y a los 54 el Osservatore Romano. El titular era sorprendente. Ponía: «Habemus Papam. Leonem XIV».

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