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Antes de partir hacia Roma para participar en el cónclave, el cardenal Blase Cupich, arzobispo de Chicago, hizo una predicción al diario Chicago Sun Times: « ... No va a ser un papa estadounidense», afirmó con total certeza. Ayer, cuando Robert Prevost salió al balcón convertido en León XIV, las lágrimas rodaron en su Chicago natal.
El padre Gregory Sakowicz, rector de la catedral, juraba emocionado que en ese instante salió el sol en Chicago. y se negó a creer que pudiera ser una vulgar coincidencia. «Las coincidencias», dijo, «son la forma de Dios de permanecer anónimo», guiñó a los periodistas congregados en la Catedral del Sagrado Nombre para recoger las reacciones. El sol podía ser o no una coincidencia, pero no los colores del Empire State en Nueva York, vestido de blanco y dorado para celebrar la elección del primer Papa estadounidense.
El propio Prevost fue el primer sorprendido, según su hermano John. La noche anterior, como si nada, jugaron juntos una partida de Wordle, ese sudoku posmoderno que permite evadirse del mundo real con cinco letras y seis intentos. Una costumbre fraternal antes de que el mundo girara sobre su eje, contó al canal local de NBC antes de marcharse a Roma, en el primer vuelo de la mañana, para compartir con su hermano este momento histórico. «Esto es tremendo, surrealista, estoy muy orgulloso de él», contó. Le había dicho que, según uno de los padres del colegio católico de Providence, en New Lenox, donde vive, este maestro jubilado, su hermano Robert encabezaba las apuestas en Las Vegas por 18-1, pero el que al día siguiente sería papa lo desestimó, con la misma rotundidad que el arzobispo de Chicago. «Hablamos de un país que tiene mucho poder político y económico en el mundo, sería forzarlo demasiado», había opinado el cardenal Cupich.
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Tres de los votantes en el cónclave tenían raíces en Chicago. Por mucho que les fallara la fe, el nuevo Papa es alguien a quien sus conocidos definen como «metódico, planificador», dijo su compañero de noviciado, el padre agustino Max Villeneuve, quien saltó en gritos de júbilo al conocer la noticia: «¡Es Prevost, es Prevost!». El Prevost que él conoce no es el reformista que esperan muchos, en la línea de su antecesor, sino alguien que mantendrá el estatus quo.
Los carteles de luto por el alma de Francisco que flanqueaban la catedral de Chicago se transformaron de pronto en felicitaciones y la docena de feligreses que acudió espontáneamente a celebrarlo fueron convocados a una misa, hoy, en la que bendecir su reinado sobre los católicos del mundo. «Lo van a escrudiñar a derecha y a izquierda», calculó su hermano mayor, «pero él tiene la paciencia de un santo». Lo mismo opinan quienes desempolvan sus memorias infantiles de la escuela de Santa María de la Asunción, en Dolton, al recordar a un niño que se diferenciaba del resto por ser «especialmente amable y compasivo», opinaba John Doughney.
Sus padres, que crearon la biblioteca en el sótano de esa escuela ya cerrada, se quedarían «sin habla», dijo emocionado su hermano John. Ninguno vivió para verle convertido en obispo ni en cardenal, pero sí le vieron de misiones en Perú, con la sotana remangada y las manos llenas de tierra. «Nunca se hubieran imaginado esto». Y, al parecer, más allá de Las Vegas, tampoco.
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