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La mayoría de los presidentes de Estados Unidos han sido abogados. La formación jurídica prepara para el ejercicio del poder y, al menos en teoría, ... enseña cuáles son sus límites. El letrado Richard Nixon fue una excepción a esta regla y tuvo que dimitir por el caso Watergate, un episodio de espionaje al rival político y encubrimiento que marcó a toda una generación de estadounidenses.
Donald Trump estudió economía (realmente no sabemos cuánta) y su comprensión de las reglas del juego se separa por completo de la mayoría de sus antecesores. A lo largo de su vida como empresario ha tenido numerosos encontronazos con la justicia. El año antes de regresar al poder acumulaba sesenta y una acusaciones penales en cuatro grandes pleitos. Aunque ha jurado respetar y aplicar las leyes, en los primeros meses de su nuevo mandato no ha obedecido varias sentencias de jueces federales y también ha hecho caso omiso de una decisión por unanimidad del Tribunal Supremo. La acción de su gobierno en ámbitos como las migraciones y la educación choca con algunos derechos fundamentales, como la libertad de expresión, el derecho a la representación por un abogado y el derecho a la tutela judicial efectiva. En una entrevista reciente, al ser preguntado sobre si el presidente debía defender la Constitución, Trump contestó «no lo sé» y dijo que haría lo que sus abogados le aconsejaran.
Estamos ante un presidente que entiende el poder de una manera patrimonial, como lo haría un monarca absoluto. Sus intereses familiares pasan por encima los deberes del cargo y a diario promueve los negocios de sus hijos y de su grupo de empresas. En palabras suyas, no piensa que siendo presidente puede llegar a tener conflictos de intereses. Dicha visión primitiva del liderazgo explica su desdén por el último escándalo en el que se ha visto envuelto, el regalo de un avión que le hace la familia real de Qatar para que lo convierta en el nuevo Air Force One. Este «palacio volador» está valorado en cuatrocientos millones de dólares. Se trata de una donación prohibida por la Constitución y por la ley. Hasta ahora, los regalos de visitantes extranjeros a los presidentes cuando tenían un valor superior al establecido (480 dólares hoy en día) pasaban a ser propiedad federal y solían acabar siendo exhibidos en el museo-librería de cada expresidente. Los asesores de Trump enseguida han buscado un argumento jurídico para que pueda disfrutar cuanto antes del lujoso avión. Saben que tendrán que afrontar un pleito y posiblemente perderlo, pero también que su trabajo consiste en atender el capricho del soberano.
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